El Universal, septiembre 1999
En nuestra cultura la mención del ‘canibalismo’ provoca un reflejo condicionado de horror, mientras ‘comunión’ inspira respeto cuando no veneración, aunque todos saben que la segunda es una versión simbólica del primero. Hoy en día han aumentado los usos metafóricos del concepto de antropofagia, como también el interés en la realidad física que los fundamenta y en la experiencia psicológica que la acompaña y une las dimensiones. Parece que creíamos y seguimos creyendo que engullendo la carne de otro ser humano hacemos nuestro también lo que hay de valor en él. Los muchachos del famoso accidente aéreo en los Andes, que fueron obligados a comer carne de sus compañeros para no morir de hambre, sintieron que algo de su ser iba a sobrevivir en ellos.
Por regla general, los seres humanos han sido caníbales no por hambre y necesidad sino por razones que podemos llamar religiosas. Cuenta Sir James George Frazer en un capítulo de El Ramo Dorado que se llama ‘Magia homeopática de una dieta carnívora’ y a propósito de los ritos de iniciación de las tribus de las montañas de África sudeste: «cuando muere un enemigo que se ha destacado por su valentía, su hígado, que se considera la sede del valor; sus orejas que se suponen ser la sede de la inteligencia; la piel de su frente, que se aprecia como la sede de la perseverancia; sus testículos que se estiman ser la sede de la fuerza; y otros miembros que se ven como sede de otras virtudes; se amputan de su cuerpo y se asan hasta carbonizarlos. Las cenizas se conservan cuidadosamente en un cuerno de toro, y durante las ceremonias que se observan en el momento de la circuncisión, se mezclan con otros ingredientes para hacer una especie de pasta, que los sacerdotes tribales suministran a los jóvenes. De esta manera, se cree que la fuerza, valor, inteligencia u otros virtudes del caído, se transmiten a quienes lo comen.» Muchas tribus de África, Australia y las Américas comían el corazón del enemigo vencido, sea sangriento o pulverizado, para adquirir valor; y en otros lugares las partes preferidas eran las manos y los pies, los sesos o las tripas, o se bebía la sangre.
Según Frazer (y otros) la gente adquiría también los poderes de sus dioses, comiéndolos en la forma simbólica de sacrificios humanos, los cuales luego fueron sustituidos en otro paso hacia la abstracción por sustancias de la naturaleza. El cuerpo de Dionisio se consumía en la forma de trigo y el vino era su sangre que se bebía.
Hace no mucho tiempo, según Jacqueline Clarac de Briceño, los campesinos andinos tomaban el caldo en el cual se había cocido para momificarlo el cuerpo de un ‘angelito’, un niño muerto en la pureza de la tierna infancia, en un rito que en su origen habría representado sacrificio y comunión.
Se habla de antropofagia además en contextos que no son religiosos; sirve por ejemplo como metáfora por los procesos de la traducción. En este contexto, el traductor brasileño Haroldo de Campos, según la crítico Else Vieira, «presenta el canibalismo como una ruptura con la verdad monológica (colonial) y al mismo tiempo una forma de alimento» o transfusión de la sangre de una cultura a otra. El lado negativo de esta imagen la muestra Laura Anderson en su obra Epítome o modo fácil de aprender el idioma Náhuatl, serie de mazorcas hechas con cera y dientes humanos, donde según Axel Stein «Cada diente extirpado significa una palabra muerta».
A nivel de imagen la antropofagia como experiencia es positiva más a menudo para el que come que para el comido. Esto se refleja en expresiones como «mi padre me va a comer vivo» o «esa mujer es una devoradora de hombres». Sin embargo, una persona que vive una gran pasión puede sentirse ingerida por la pareja y celebrar el hecho.
La devoción mística abarca a veces estados análogos. Nammalvar, poeta tamil del siglo IX, juega en términos antropófagos – entre otros relacionados – con altos estados de entrega y fusión con Krishna: (según la traducción en inglés de A.K.Ramanujan) «Mi señor oscuro/ se para allí como si nada ha cambiado/ luego de tomar enteros/ entre sus fauces/ los tres mundos/ los dioses/ y los buenos reyes/ quienes protegen sus tierras/ como lo hace una madre/ con el niño en su vientre/ y yo/ con su permiso/ lo he tomado entero a él/ y lo tengo en la barriga/ para siempre».
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