2000, inédito
Una noche en el año, hace ya veinte años, ese hombre se convierte en dios. Parece ser mucho más viejo que los cuarenta años que le atribuyen. Es miembro del partido comunista (marxista), fue en un momento presidente del consejo del pueblo, vive de un pequeño abastos; es la bebida, dicen, que lo tiene tan acabado. Y el fuego, por dentro y por fuera, que soporta en la noche de trance, pienso yo mirándole los ojos enajenados y severísimos.
El espíritu que representa se llama Vishnumurti. Es una figura algo ambigua: Vishnu es uno de los dioses de la trinidad mayor del hinduismo, el mas brahmánico y exclusivo, mientras el del rito que esta por empezar es un ‘bhuta’, un espíritu guardián como tantos otros que surgen, usualmente relacionados con Shiva o la Diosa, en lugares específicos. En este contexto es del pueblo y todos se le pueden acercar.
Este rito se origina en el estado Kerala; uno de los señores del pueblo, pagando una promesa, lo ha introducido aquí en Kukkujadka, en el distrito South Kanara, cerca de la frontera con el estado Karnataka. El bailarín es de origen malayali (de Kerala); los rezos (que de toda manera no se oyen, porque el dueño no permite altoparlante) se cantan en su idioma.
Todo esta muy bien organizado, el público en el patio del pequeño templo silencioso y atento. A las 6.30 de la tarde, mientras rápidamente anochece, se realiza la primera fase del rito, que consiste en poner fuego a una enorme pila de troncos, alta como una casa, en una terraza al fondo del patio. Mientras arrecian las imponentes llamas, los asistentes del bhuta (voluntarios del mismo pueblo) corren alrededor de la hoguera, tirándole baldes de aceite que ofrecen los devotos. Vishnumurthi, ataviado en el traje típico de los bailarines populares, falda ancha de colores y un alto tocado, también se acerca al fuego como jugando con él, y se pasea delante del público dando a todos la bienvenida.
Ya en esta fase se empieza a notar su locura. El drama que representa este rito es el de Narasimha, el hombre león, la cuarta encarnación de Vishnu, que en ese cuerpo mató al demonio Hiranyakashipu y quedó en un estado permanente y pecaminoso de ira. Para volver a la normalidad y liberar al universo del peligro que representa su rabia, tiene que purificarse.
El bhuta se retira por un tiempo y hacia las once de la noche vuelve a salir al empedrado delante del templo. Su estado de trance y su tensión rabiosa se han hecho más intensos. Los sacerdotes rezan, un grupo de músicos (cuernos largos, varios tipos de tambores) toca para tratar de tranquilizarlo. Él baila, jugando con un arco y flechas y con la espada; da otras vueltas alrededor de la hoguera (la torre ha caído, arde como un infierno). Nada sirve para aplacar su ira, tiene que ir a la gran prueba. Él se esconde otra vez en el templo, para prepararse psíquicamente. Los miembros del público que tienen su casa cerca (o, como yo, una casa de amigos), también se retiran para dormir un par de horas.
A las cinco de la mañana el fuego se ha convertido en un montón, alto un metro y algo, de brasas incandescentes. El bhuta sale del templo; por la mirada y el paso irregular se aprecia que está en trance profundo. Los asistentes lo agarran. Ceremoniosamente, le pintan la cara con la mascara roja airada de Ugranarasimha (el hombre león espantoso), le cambian el tocado por uno hecho de hojas frescas de cocotero; la falda igual, con dos trenzas largas del mismo material a los lados. Al pecho le fijan una especie de cesta tejida, también de hoja de coco. Cuando está listo, el público se muda a la terraza con la hoguera.
Primero los asistentes del bhuta, ellos también en trance, corren gritando salvajemente a través de la hoguera. Los pies se hunden en las brasas, ellos no lo sienten. Entonces, acompañado por música y alaridos, el bhuta sube a la terraza. Parece haber crecido de estatura, es una presencia imponente. Se para un momento delante de la hoguera, recita un mantra. La expectativa entre el público es palpable. De repente él corre y se lanza sobre el fuego.
Queda con todo el cuerpo en contacto con las brasas, protegido sólo por su armadura de hoja de coco (esconde las manos en la cesta que tiene sobre el pecho). El calor tiene que ser infernal. Da la vuelta de la hoguera, tirándose cuatro veces; da cuatro, cinco vueltas, tirándose, a veces se deja caer de espalda. Cada vez sus asistentes lo halan por las trenzas de la falda y lo sacan así, todavía tendido, al piso de tierra; se levanta y vuelve a tirarse. A momentos se para y le grita a la gente, que ha venido para hacer el bien, que se está depurando.
Al fin se agota su furia. Se sacude, saluda, y vuelve caminando al templo. Ahora es Yoganarasimha, la forma sabia de su avatar. Bebe un vaso de leche y está listo para la última fase de su actuación de la noche. Da la bendición a quiénes se le acercan. El trance no lo ha dejado pero ahora es más suave, no hay ira, sino todavía una cierta severidad. Se ve cansado. Se para delante del templo y responde a las preguntas de personas que se le acercan, prometiendo soluciones a problemas, resolviendo conflictos, por una hora, hasta que el hombre detrás de la máscara no da más.
Las peticiones que le llegan en ese día, en realidad, han sido filtrado por los sacerdotes del templo. Durante todo el año reciben solicitudes en nombre de poderoso Vishnumurthi y muchas veces los problemas se resuelven en ese momento. Según el dueño del rito, este culto ayuda a mantener la paz en el pueblo. La gente evita pecar por miedo a la rabia del espíritu, y cuando hay peleas y conflictos de intereses, dicen “este un caso para Vishnumurthi”.
0 Comments