El Universal, diciembre 1998
¿Qué significará el hecho que las percepciones de las más conocidas escuelas filosóficas y críticas contemporáneas se parecen tanto a enseñanzas fundamentales del hinduismo y sobre todo del budismo, que datan de hace veinte siglos o más? A los que creen que la filosofía por definición es occidental y se origina con los griegos, este acercamiento tiene que parecerles por lo menos problemático. Es quizás difícil – aunque tentador – hablar de atraso de Occidente, que ha tenido que dar una vuelta tan larga, la de toda su historia, para llegar a concebir la irrealidad del yo humano y del carácter de persona con el cual ha revestido sus deidades.
El largo tiempo de desarrollo de filosofías basadas en el yo y en la realidad que este sujeto genera y sostiene, el cual llegando a su punto extremo ha permitido la reacción «posmoderna», explica quizás el desconcierto que sienten los occidentales al momento de confrontarse con su deconstrucción, y la cualidad de horror que atribuyen al vacío que se abre más allá de las ficciones, una vez realidades, que se desmoronan. Estábamos demasiado acostumbrados a creer en la importancia de nosotros mismos y en la solidez del mundo que nos rodea, con sus instituciones sociales y mentales; y nos cuesta soltar esa seguridad, aun cuando entendemos que las realidades constituidas representan petrificaciones de proyectos de poder. Y cuando observamos los estragos causados a todo nivel – desde la intransigencia de grupos fanáticos nacionalistas al narcisismo de un cantante suicida – por el culto del ego.
Las mayoría de las filosofías indias siempre han considerado que la verdad está más allá del yo y de las formas y han concebido su búsqueda de ese espacio en términos positivos. Dejemos a un occidental, Victor Bentata (en un artículo publicado en Indian Horizons en 1989), la expresión resumida de ese punto de vista: «Se puede buscar un absoluto pero la perspectiva [individual] no puede ser eliminada. Existe entonces un monismo positivo indecible y un no-dualismo negativo como límite del lenguaje. El no-dualismo negativo señala el lindero entre absoluto y relativo, entre centro y periferia. El conocimiento transforma la separación objetiva en casi- identidad transobjetiva – diferencia dentro de la identidad. Aquí si es, no uno, no cero, sino un crepúsculo existencial tan aterrador como fecundo. La no-dualidad es la identidad de la vida mínima y la máxima, la puerta infranqueable sin puerta de lo sagrado y lo inmortal, significando al mismo tiempo que yo soy y yo oculto. Implica un estado de relajación y de ser abundante, la expansión del horizonte y la plena potencialidad de la vida.»
En otra versión de estos conceptos, la disolución en el Absoluto no sólo es deseable – nirvana igual gozo – sino alcanzable en vida, más allá de cualquier concepto o definición, por los maestros del desarrollo de la conciencia.
Contrasta con esto que podríamos llamar optimismo, la actitud occidental hacia el abismo que se ha descubierto detrás del proceso de deconstrucciones de sentidos, abismo que no se concibe como un Absoluto y sin embargo es algo más que el inconsciente lleno de secretos oscuros de la psicoanálisis, una especie de materia envolvente e informe, desprovisto de indicaciones de dirección o continuidad; según Victor Bravo (en Figuraciones del poder y la ironía) un «abismo donde el ser, en el resquebrajamiento de su identidad con lo divino, en ese proceso único en la historia de las culturas que Weber ha llamado ‘desencantamiento’, muestra su fragilidad y su escisión, y asume la angustia como padecimiento y expresión.» Aquí la única salvación está en los juegos de la ironía y en un esfuerzo heroico de la razón en la aplicación de «los principios éticos que preservan la condición humana del humano ser». Salvando las diferencias (y aquí obviamente se han salvado y hasta irrespetado muchas diferencias), esta actitud es más pesimista que la oriental y más atada a la literalización de ese yo que se pretendía descalificar.
En asuntos como éste la última palabra le debe tocar a la poesía, que no nos habla de conceptos y puntos de vista sino de entrega. La «sabiduría de lo perecedero», nos dice Juan Liscano, meditando sobre «la hora de la metáfora final» en que para cada uno el asunto del abismo se hace apremiante, es el valor «de despojarse, de no aferrarse/ abierto al espacio ingrávido.»
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