El Universal, junio 1998
El día 21 de junio es el solsticio de verano, el día más largo del año, el punto más alto del gran círculo imaginario de las estaciones. Según las antiguas tradiciones, la fiesta que se celebra en torno al solsticio es la más alegre, la más gozosa de todas. (Los fuegos purificadores de San Juan representan la traducción cristiana de las hogueras que celebraban la sensualidad del antiguo festival lunar.) Sin embargo, como nunca deja de repetir el I Ching, el ciclo no se detiene y lo que llega a un punto extremo tiene que devolverse. En medio de la ceremonia del cumplimiento, se perfila la sombra de la decadencia que seguirá.
En el trópico, la antiquísima historia de los destinos cíclicos de hombres y mujeres no está escrita claramente en el lenguaje de las estaciones de la naturaleza, que nadie en las latitudes ‘templadas’, por urbana que sea su vida, puede dejar de percibir. Pero quien tiene algo de herencia norteña la lleva grabada en los nervios (los sueños muchas veces lo revelan); y al fin y al cabo vivimos en el trópico las mismas fases de crecimiento, realización y ocaso.
La historia – que para Robert Graves es también el tema único de la poesía – cuenta «el nacimiento, la vida, la muerte y la resurrección del Dios del Año Creciente» y la «batalla que pierde con el Dios del Año Menguante por el amor de la caprichosa y todopoderosa Diosa Triple». (Un ejemplo evidente se encuentra en los mitos de Isis, Osiris y Set.) En otras versiones del mito, ese conflicto se obvia y hay un solo protagonista masculino, Dios o Héroe, que pasa por todas esas fases. Aunque pareciera más cercana al patriarcado, ésta es la versión que manejan, quizás por su simplicidad, las mujeres de movimientos espirituales actuales que tratan de revivir o reemplazar los antiguos ritos. Sin embargo, la simplificación pierde muchos de los matices de la relación del poeta con su Musa (de lo masculino con lo femenino); y reduce además lo conmovedor de momentos como, precisamente, el festival del solsticio. Si aceptamos la versión de Graves, el Dios en medio de su goce por la unión con la Diosa en la gran fiesta de la cúspide del año, no puede olvidarse del Otro, su enemigo, su otro yo, su sombra, que aguarda para quitarle el puesto de favorito y la vida misma. Cuando salta impetuoso al centro del círculo de fuego para unirse con la Amada, le sigue muy tranquilamente una figura mezquina, color cenizas de hueso, que sabe que ya le llegará su hora. Aunque logre olvidarlo en la pasión gozosa del momento, para él, el precio de la consumación es la muerte. La Diosa, mientras se le entrega, ¿no sentirá lástima mezclada con la severidad con que impone su ley?
¿Qué tiene que ver este mito y su tristeza con nosotros? ¿No es sólo una vieja historia? Para muchos seguramente será así. Pero somos tantos también los que hemos sentido cómo se activan las huellas dejadas en nuestra psiquis por estas antiquísimas constelaciones de la experiencia vital, hasta en correspondencia con las fechas de sus festivales. Y como metáfora, el ciclo anual de luz y oscuridad, fructificación y marchitez, puede tener sentido para todos, aunque sea para reconocer una intensidad que a la propia vida le ha faltado.
Desde este punto de vista, puede doler el solsticio de verano. ¿Cuántas personas hoy en día viven la consumación del amor como una gran fiesta? El matrimonio es para pocos una ceremonia sagrada, la noche de bodas no trae nada nuevo, la entrega a una pasión o atracción fuera del matrimonio, suponiendo que la acompaña alguna expectativa, resulta decepcionante. Las mujeres sienten que los hombres ya no las aman, que no sienten por ellas ni pasión ni devoción ni deseo de cuidarlas, solamente las aprovechan. Como para la mayoría nunca sucede la fusión de dos seres en el fuego de esa gran fiesta que corona la vida, tampoco viven la unión íntima en el descenso que sigue, por parajes suaves y duros, que describe Patricia Guzmán en su maravilloso Poema del esposo.
Sin embargo, podría ser que el elemento más fuerte en la tristeza por la fiesta fallida sea todavía (como en el antiguo rito) el dolor por el sacrificio del hombre. Este siglo, sin ‘culpa’ de nadie, ha traído un desequilibrio tremendo en la relación entre hombres y mujeres; los hombres, los perdedores del momento, son de alguna manera sacrificados antes de empezar a crecer. Las mujeres pueden estar muy bravas pero no deben dejar de sentir compasión por sus compañeros en este destino desconcertante. Si no lo hacen ellas, ¿quién les ayudará a llegar algún día de nuevo enteros a la fiesta?
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