El Universal, noviembre 1998
La semana antes de las elecciones regionales, en Mérida, tuve sin buscarlos encuentros con representantes de tres universos mentales tan exigentes todos y tan diferentes entre sí que me dejaron sacudida y con los tendones del cerebro – la sensación fue esa – resentidos y agotados. Un amigo me pidió devolverle un libro que apenas había hojeado: el tratado sobre intuitivismo del filósofo ruso N.Losky, traducido por su discípulo Andrés Zavrotsky y publicado hace pocos años por la ULA. Me puse a leer lo que podía del texto en poco tiempo y me transportó a un mundo donde los «niños juegan alegremente a la gallina ciega, y gritan entusiasmados» y el deseo más intenso de una persona puede ser «oír la ópera BORIS GUDONOV cantada [en persona] por Chaliapin»; donde las preocupaciones metafísicas parecen naturales en los hombres y el fin último de la filosofía es el acercamiento a Dios. El autor no baja en ningún momento de un tono de elevada seriedad; su forma de expresarse trasluce una especie de cortesía intelectual y a veces una espiritualidad muy depurada.
En esos mismos días la atmósfera en la ciudad era casi apocalíptica. Desórdenes estudiantiles – con su séquito de policías armados, olor de cauchos quemados y gas lacrimógeno, calles cerradas, tráfico trancado y esperas histéricas – se sumaban al nerviosismo preelectoral para crear un estado de aprensión física además que mental, algo como un temblor subterráneo o el menearse de un parasito en la oscuridad del cuerpo. Una amiga, ajena a la política, soñó con Bolívar que resurgía de la tumba, demacrado y sucio con la tierra que se le adhería. No resultaba claro si venía para rescatar o para castigar, sólo que una fuerza antigua volvía a aflorar entre el caos del presente. Las figuras que salen del inconsciente – y las que en el mundo real las convocan por identificación con ellas – no pueden ser unívocas sino que traen consigo mundos de asociaciones, en este caso de violencias y despotismos y temores atávicos, además de aspiraciones populares y la reivindicación de la justicia.
¿Qué relación puede existir entre estas dos dimensiones humanas tan opuestas? Históricamente hubo una de reacción; sabemos a cuál precio social cierta clase rusa alcanzó una cultura tan refinada y cómo fue anegada por la revolución. Cultura que se eleva demasiado por encima de sus raíces en lo terrestre (esfera consciente que se aísla mucho de los poderes del inconsciente) caerá y se disolverá. Pero en este momento de la historia, en la edad de la información, no estamos viviendo una sola fase de cualquier ciclo colectivo se pueda concebir; las tenemos todas presentes. La Nueva Era, por ejemplo, mezcla las intuiciones más altas de las psicofilosofías orientales con supersticiones absurdas de cualquier origen. Las ficciones novelísticas o cinematográficas nos hacen vivir – y nos infunden nostalgia por – climas intensos de épocas pasadas, y también de futuros posibles. El imaginario posmoderno de nuestras mentes es un revoltijo donde los ingredientes y sus resonancias particulares son difíciles de distinguir.
Sin embargo, el día en que estaba leyendo el libro del idealista Losky y me contó la amiga su sueño del espectro vengador, esos dos universos de ideas se deslindaron, cobraron cuerpo y se enfrentaron; pero era como si estuvieran suspendidas en dimensiones espaciales separadas que nunca les permitirían llegar a las manos. Para el primero sentía una admiración lejana y al mismo tiempo el rechazo que me provocaban los ideales demasiado opresivos de mi infancia. Para el segundo, miedo pero también la atracción de la fuerza igualadora y su promesa de nuevos comienzos más allá de los estragos. Los golpes inútiles de los luchadores retumbaban en mi cráneo.
Fui a visitar a otro amigo en su casa e hice un comentario que le pareció políticamente irresponsable. Me dio una clase lúcida y vehemente de historia venezolana y de las trayectorias y relaciones de ciertas ideas y conjuntos de ideas en la vida política del país. Habló de la necesidad de pensar claramente y tomar posiciones éticas a favor de un contrato social justo. Su discurso se resolvió para mí en otra figura, el hombre independiente de pasiones irreales o subterráneas, resueltamente democrático, que cree en la dialéctica y en la razón. ¿Será que las deconstrucciones de moda (y necesarias en su lugar) nos hacen olvidar a veces que tenemos en la razón uno de nuestros aliados más útiles, él que resuelve o supera las confrontaciones y pone las obsesiones en su lugar? Yo por lo menos tengo que volver a colocarlo en su pedestal en el panteón de las ideas.
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