El Universal, enero 1998
Nuestra psiquis está poblada por una multitud de impulsos primitivos que nos reconocemos en el deber de frustrar (¿cuántas veces en los días frenéticos de fin de año se nos asomó el deseo de matar a alguien?), pero también por pulsiones más complejas y estructuradas, que conforman hábitos o aspectos de nuestras tradiciones. Estas, nos cuesta más negarlas, porque forman parte de nuestra personalidad desarrollada y nos parecen “civilizadas”. El entusiasmo por las corridas de toros representa un buen ejemplo de este tipo de campos de fuerza emocionales, pero no voy a meterme más en este tema tan latino, sino en otro, relacionado, que se conecta más con mis orígenes.
Mi abuela era tan adicta a la caza del zorro que seguía la jauría, montada a mujeriegas (con las piernas de un solo lado del caballo), hasta en el séptimo mes de gravidez. La diversión preferida de mi padre ha sido durante toda la vida la pesca deportiva: la pesca de truchas en ríos de pozos sombreados y misteriosos. Yo entiendo muy bien por “instinto” y – supongo – por herencia, la atracción de esas confrontaciones con lo salvaje.
Sin embargo, estoy plenamente de acuerdo con la decisión del Parlamento inglés de prohibir la caza del zorro; quisiera que se prohibiera en todo el mundo la caza como deporte, sobre todo donde se trata de animales que, si no están amenazados de inmediata extinción, existen ya en números muy reducidos. Quisiera que se prohibieran también las corridas y cualquier otra celebración del poder del hombre sobre el animal.
Al mismo tiempo, detesto las actitudes de una gran parte de la gente que se opone a la caza, acusando a los cazadores de primitivismo y crueldad. Si ellos mismos no sienten el llamado del instinto, ¿qué derecho tienen para imponer su rechazo?, ¿no será más bien una falta de vitalidad, su “no entender”?
Las exageraciones y abusos en la matanza de animales por placer no son nuevos. Las descripciones de las batidas de caza de tigres en la India del imperio británico, cuando los invitados de algún marajá, expuestos a poco peligro, mataban decenas de los magníficos animales (ahora casi extintos) en pocos días, inspiran repulsión, como también las proezas de los pocos cazadores, en su mayoría de los Estados Unidos, que pueden pagarse el lujo de probar su hombría matando animales grandes en situaciones controladas en la África de hoy. Sin embargo, ¿y las personas que, teniendo la posibilidad y el deseo de actuar con más discreción, quisieran medirse con la naturaleza, experimentar la concentración intensa de la persecución y el momento de identidad casi mística entre cazado y cazador que sobreviene antes de la muerte, no tienen derecho de hacerlo?
Creo que la respuesta en un sencillo “No”. No tenemos más el derecho, aún en las circunstancias más cuidadosamente controladas, de seguir matando por nuestra satisfacción ociosa a los animales con son nuestros compañeros sobre la faz de este planeta. (Asomo con estas últimas palabras, intencionalmente, el discurso de otro complejo de actitudes; ojalá pudiera imponerse ahora.) Ese instinto con sus constelaciones, que nos sirvió para crearnos el espacio donde crecieron nuestras comunidades y para alimentarnos durante miles de años, que se convirtió en la fuente de algunas de nuestras más profundas celebraciones de nuestra relación con la tierra, en la vida y en la muerte, ya no debe ser llevado a la acción. No se trata de reprimir el deseo de cazar ni de sentirse culpable por experimentarlo, sino simplemente tomar la decisión responsable de dejarlo a un lado.
Para que la raza humana sobreviva a la crisis ecológica que se está perfilando, harán falta muchos sacrificios de este tipo. No dejaremos de resonar con impulsos y anhelos antiguos pero nuestro comportamiento tendrá que corresponder a otro nivel de conciencia planetaria, traduciéndose en el respeto cuidadoso de todos los seres vivientes. Y si a los hombres parece que se les exige mayores esfuerzos en este sentido que a las mujeres, ¿no será porque las actitudes “masculinas” han pesado mayormente en la producción de la crisis?
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