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“Soy quien soy.
Una coincidencia no menos impensable
que cualquier otra.”

Wislawa Symborska

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12 Oct 2021

Crepúsculos

Post by Rowena Hill

El Universal, abril, 1997

Termina el siglo, es más, el milenio, y por el mundo andan sueltas imágenes crepusculares. ¿Son presagios de catástrofe o atisbos de nuevos atrevimientos de la conciencia? ¿Estamos tratando de superar nuestros dualismos o buscando la manera, más allá del sentido de culpa y del respeto de otras existencias, de hacer sencillamente todo lo que nos da la gana?

El crepúsculo no es ni luz ni oscuridad, sino algo que existe entre las dos. Luz y oscuridad son, quizás, la primera dualidad en nuestro mundo; forman la base de nuestras metáforas de vida y muerte, bien y mal, conciencia e inconciencia, desde que la raza humana intuye e imagina. También a su mezcla se atribuyen valores psicológicos.

Existe una imagen muy antigua de una penumbra particular, propia de la religión matriarcal y que representa quizás una versión femenina de la relación crepuscular. Es la luz en la tumba subterránea del héroe o rey, muerto con el otoño del año que él encarnaba, en el momento en que las brujas lo visitan en Halloween para invitarlo a participar una vez más en un momento festivo de la vida terrestre. Después se entregará definitivamente a la muerte, confiado en que su sacrificio fecundará la tierra y su poder renacerá con el rey del año nuevo. Su luz se esconde entonces en la oscuridad como la vida de la semilla en la tierra invernal. La claridad misteriosa, lunar, de la tumba entre vidas donde las mujeres se despiden de su hijo y amante, tiene un componente de tristeza, un despuntar, quizás, de la gran emoción trágica asociada con el crepúsculo en su versión masculina, luciferina, pero esa tristeza convive con la aceptación, la celebración aún de lo necesario, que pertenece a la visión cíclica, de eterno retorno, propia de lo femenino. Visión que actúa también en la entrega del místico a la “noche oscura del alma”, y en todos los seres humanos cuando se duermen confiados en la vuelta del día.

La violencia de lo crepuscular se genera en el momento en que el tiempo se vuelve lineal y se abre el espacio de la condena o la salvación (la victoria o la derrota) definitivas, la distancia de la caída de Lucifer. Entonces no hay más regreso desde la muerte, y quien trata de volver – o de reunirse en este mundo con alguien que se ha ido – está cometiendo una transgresión, amenazado de terrible castigo (Frankenstein que resucita a la esposa, por ejemplo). Sólo desear conocer la muerte, familiarizarse con ella, es una transgresión contra la mentalidad masculina, basada en la razón y el imperativo de superación individual, en la defensa del yo con sus miedos.

En torno a esa transgresión (por supuesto muchas veces nada inocente, abarcando todo el espectro del sadismo y del masoquismo) brilla una luz crepuscular, específica entre sus variantes, que abarcan sea los dibujos de Dorée y la sugestión de la momia que desanda el camino de sus vendas en el poema “Byzantium” de Yeats, como la música heavy metal y “rock satánico”. Es el dominio de la filosofía nazi. Y la atracción de los abismos. Y las drogas.

Esta atmósfera, mezcla de maldad, anhelo, rendición y belleza – esta conciencia crepuscular – es propia de Occidente. Las filosofías orientales, basadas en la no-dualidad y la resignación y con poco sentido histórico (los héroes divinizados del la mitología hindú, por ejemplo, viven siempre en un tiempo virtual), no han propiciado la tensión entre polos que existe en la mentalidad occidental y el sentido de transgresión y culpa que esta genera. Lucifer, el radiante Príncipe de las Tinieblas, es nuestro.

Podría ser que en esa tensión resida nuestra esperanza. ¿Por qué es bello el mal? ¿Por qué fascina la decadencia? ¿Por qué sentimos tan terrible hermosura y dulzura en un cuento tan cruel y sangriento como el del Drácula de Coppola? Porque la emoción crepuscular es erótica. El deseo por la reunión de las mitades demasiado alejadas de nuestro ser, por la cópula de la luz y la oscuridad, ¿no podrá al fin reventar nuestro miserable egoísmo y llevarnos – entre los escombros de la tormenta – a una paz gozosa?

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