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“Soy quien soy.
Una coincidencia no menos impensable
que cualquier otra.”

Wislawa Symborska

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12 Oct 2021

El rey de Bhutan

Post by Rowena Hill

El Universal, noviembre 1997

 Bhután es un no tan pequeño reino en el Himalaya, al norte de Bangladesh, cuyo rey no admite ningún cambio en la vida tradicional de su gente. Los poco extranjeros que entran allí – turistas que pagan muchísimo dinero por el privilegio – tienen la sensación de estar en el pasado; o quizás en un parque temático con actores que nunca abandonan sus roles. ¿Cómo se sentirán los habitantes? ¿Cómo ejemplares raros en un jardín zoológico? Probablemente la sola presencia de esos turistas – y la visión de contrastes que provoca – es suficiente para causarles dudas sobre ellos mismos y la envidia que desequilibra, inevitablemente según parece, la vida de los grupos desfavorecidos por el “progreso”. Ninguna frontera en el mundo ahora es impermeable.

El reino de Bhutan es la patria de los nostálgicos, categoría que está aumentando notablemente en estos años. Disminuye, en cambio, el número de los progresistas que creen que los avances tecnológicos, médicos, etc., terminarán por resolver todos los problemas de la raza humana. Las utopías, como señala Victor Bravo en sus trabajos sobre el tema, se han banalizado. Los creyentes en el futuro y glorioso imperio mercantil son más bien unos cínicos; y quienes sueñan con un mundo feliz unido a todos los niveles por la “red” o con soluciones de ciencia ficción son más bien nostálgicos que miran en dirección opuesta pero siempre lejos de la realidad presente con la cual están inconformes. O quizás entre utópicos y nostálgicos, buscadores de futuro o de pasado, se afirma también la diferencia entre optimismo y pesimismo. No sé. Yo soy incurablemente nostálgica. Y amo este mundo. Parece casi imposible ahora amar las formas y los valores de este tierra sin un componente de dolor – dolor ya nostálgico – por su posible pérdida o ruina.

No tenemos el poder del rey de Bhután para decretar la cesación del cambio. Nuestras nostalgias asumen por lo general formas más íntimas. La más evidente es la añoranza por momentos felices o por lo menos intensos de nuestro pasado personal. Pero existen otras, más misteriosas e insidiosas, individuales y colectivas. No podemos dejar de nombrar los renovados nacionalismos y fanatismos religiosos, pero dejemos allí la política. El movimiento prerrafaelita despreciaba todos los avances técnicos de la época victoriana en Inglaterra, y sus pintores – Dante Gabriel Rossetti, Edgard Burne Jones, William Holman Hunt, entre otros – inventaron una Edad Media llena de doncellas desvanecidas, corceles gigantescos y nubes de flores: un refugio encantador en un tiempo pasado que nunca existió. Las ecofeministas y los ecomasculistas de la Nueva Era entreven sus mundos ideales en sociedades prehistóricos – las de los cazadores para los hombres, la de la horticultura para las mujeres – de las cuales, según ellos, nunca hemos debido salir. Viviendo entre el “montón de imágenes rotas” que es el panorama de este fin de siglo, añoramos un espacio-tiempo, una realidad social que nos haga sentir arraigo y trascendencia. A veces, momentáneamente, esta añoranza se convierte en visión y el nostálgico  – o la nostálgica – percibe y siente el mundo alrededor como si hubiese sido transfigurado en otro, más bello y lleno de significado, con un sol más joven y edificios que la tierra abraza.

Las sociedades con sus visiones del mundo llegan al fin de su validez y se despegan como pieles que mudan una serpiente. Quizás – como sugiere la teoría de los campos mórficos – siguen existiendo en una dimensión virtual de la cual pueden volver para obsesionar nuestra imaginación; pero no volverán a instaurarse en la realidad como los holones que eran. La evolución humana – que es algo infinitamente más profundo y poderoso que el “progreso”, aunque lo abarca – parece querer que encontremos nuevas formas de expresar nuestra identidad y nuestras relaciones entre nosotros y con la tierra. Si lo deseamos o no, más allá de las rupturas y los derrumbes, más allá de nuestras resistencias y nostalgias (pero ¡dioses, déjenme por allá un caballo rojo en un potrero sombreado!), esos nuevos campos – ese nuevo orden – se están esforzando por hacerse realidad. Que sean benignos.

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