
El Universal, marzo 1998
Una convicción tan fuerte de lo sagrado de la tierra misma, la había sentido antes sólo en la India. Algunos elementos del paisaje, además de su antigüedad, son comunes entre el altiplano del Deccan y el territorio Amazonas, donde entro por la carretera de los Llanos hacia Puerto Ayacucho: las inmensas rocas, los árboles, la presencia de aguas caudalosas. Parece que esta trinidad – piedra, árbol, agua – constituye en sí un campo donde circula una corriente espiritual-terrestre.
En la India se encuentran también los templos, algunos ruinas pétreas, otros frecuentados. En Amazonas no hay templos; hay más agua, ríos color ámbar que reflejan el cielo azul y la selva de infinitos matices de verde agolpada en sus orillas; y que siguen fluyendo, después de unos días pasados en bongo, por mi cerebro. Parece que existe una voluntad en la misma naturaleza (como de manera magistral lo revela Víctor Hugo Irazábal en algunas de sus obras) de crear un lenguaje de signos fluidos. En la India creía que las emanaciones espirituales del terreno dependían también de la presencia de esos monumentos humanos a veces milenarios, de la adoración a sus dioses vertida por el pueblo a través de los siglos en los lugares de culto, de sus rezos y meditaciones y conversaciones con espíritus guardianes en cada rincón del paisaje. Si así es, los ‘indios’ de la selva amazónica han suscitado con igual fuerza la divinidad de su territorio. Los monumentos serán pocos – ¿hubo o hay más, que el mundo externo no conoce? – pero la tierra misma está imbuida de espíritus.
No es que no existan rastros de una religión antigua. Al lado del Raudal de Pereza (una agua blanca que mira hacia el Autana y sus dos cerros compañeros), un riachuelo mínimo baja por un pasaje en la roca compacta, hay un pozo con una franja de diminutas orquídeas blancas, y en la roca, de repente, el petroglifo de un sol.
El cerro Autana es un objeto sagrado, un templo, un guardián, el foco de una esperanza de supervivencia de la raza humana representada por la selva que domina. Surge con fuerza imponente del lecho verde, es una piedra que medita. Contemplándolo largamente, es imposible no ver una intencionalidad en su hechura, la mano de unos dioses escultores, o – más bien – la tierra que crea sus propios dioses, la tierra que emana de su sueño la doble cabeza, Shiva-Shakti, creador y creadora, que revela y dilata su esencia.
Para los indígenas que viven en su ámbito, no deja de ser un imán, un campo de fuerza en la conciencia. Me cuenta una amiga que todos los niños de una escuela primaria cerca de Samariapo, donde no se ve el Autana, lo dibujan con precisión perfecta. Un indígena que conocí en un campamento, después de escuchar relatar por mis compañeros el conocido mito del Autana como árbol de la vida donde originaron todos los seres, dijo que él había soñado muchas veces otro cuento de su creación que le parecía más acorde con las ideas modernas: una ola de fuego que surgía de las entrañas de la tierra fue congelada por un viento frío que sopló con fuerza a través de la selva. Esto – la capacidad de renovar una visión – es «religión» viviente.
Los «blancos» han tenido otro concepto del Autana. La imponente presencia les reta, suscita su rivalidad, su deseo de conquista. Hace unos años un grupo de distinguidos hombres montaron una campaña en su contra, le llegaron en paracaídas, le penetraron por todos lados, hasta volaron un ultraliviano por el hoyo que traviesa de lado a lado su parte más alta. Hicieron, por supuesto, también estudios científicos.
Los indígenas protestaron ese tipo de invasión de su cerro sagrado y las autoridades prohibieron el acceso al lugar. La prohibición funciona muy relativamente; nadie se deja parar por el aviso en el río que prohíbe el paso a turistas más allá de ese punto. Son pocos los que suben al propio cerro en este momento, pero quien tiene plata – o palanca – suficiente siempre puede hacerlo.
Sin embargo, algo protege esa restricción. Supe de una persona que se está moviendo para hacer revocar la prohibición, con la idea de que todos tienen el derecho de conocer ese monumento natural. Señor abogado, ¿qué le parecería si se le diera a todo el mundo el «derecho» de practicar deporte en las iglesias? ¿Por qué menos respeto por lo sagrado ajeno? O más bien, ¿no se podría reconocer que la espiritualidad de esos lugares es algo que nos concierne a todos, que se ofrece para iluminar y sostenernos y que debemos defender a cualquier precio?
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