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TÍBET
BLANCO
Manchones, vetas en la roca negra,
enormes bultos inmaculados
en el horizonte o suspendidos
entre las cimas de desfiladeros:
la fúlgida nieve
alza el corazón vigilante y deseoso
hacia la nada de su perfecta
vaciedad.
NEGRO
Los marcos pintados en torno a las ventanas
haciendo de sus cuadros romboides,
franjas borrosas o rectas pero fértiles
como carbón, como cristales negros floridos,
atraen perentoriamente.
Adentro, los cuartos estarán amoblados
con órganos: ojos en el techo,
pulmones que soplan en los cortinajes;
los lechos serán hombros y rodillas,
los molinillos de oración el enroscado intestino,
el trono un corazón que late.
EROSION
Zonas peladas en las laderas,
mordiscos de gigante
que no dejan pasto para los rebaños,
son el comienzo.
Valles enteros han sucumbido.
La ruta lleva entre cerros
verdosos manchados de gris
bajando hacia un infierno
de rocas que se desmoronan
y polvo caliente.
En lo alto, picos oxidados
o rayados como los monasterios Sakya,
rojizo, blanco sucio, negro opaco:
dimensión mineral inmune.
Monasterios en ruinas
entregan al aire
sus colores deslavados
y se retraen en la piedra.
Una ofensa contra el silencio –
el silencio donde un pimpollo verde redondo
o una cordillera blanca
crece hacia un umbral –
es una especie de asesinato.
El Tíbet escuchaba siempre
y su arrobamiento dictó
paredes inclinadas,
terrazas con siembras de cebada,
cantos y peregrinajes.
La China no oye avisos
más antiguos que su propia ambición;
cajas de latón y concreto
humillan los valles sin tiempo,
reverberan rudos comandos.
El vientre del silencio está rajado,
sus semillas se marchitan.
Caminan por las mismas calles
y ven al sol alzarse
por encima de los mismos ásperos filos,
pero son dos naciones.
La matanza acabó, las heridas
se esconden y las piedras caídas
descansan o volvieron a sus puestos,
los gritos son apenas un eco.
Ahora los fieles se postran
rezando a su guardián de mil brazos,
mientras los otros, como turistas,
valoran su patrimonio cultural.
Los tibetanos hormiguean, esclavos,
los chinos son los capataces
en las canteras de obras
que desgarran el paisaje.
Las sonrisas y el humor no pueden salvar
la disparidad; los invasores se estiran
sobre el país como una cobija de lana de acero
y los paisanos se ahogan.
SALVACION
La roca en el lugar donde los ríos confluyen
es más grande que una gran casa,
es de color tierra y sobre ella crecen matas,
chorrean banderines de su corona.
Nació como un grano en el barro de la vega
y luego fue momo,
entonces cabeza de niño y envejecía
creciendo a medida que se hundían los ríos:
un gong, un yak echado, una carpa de nómades,
una casa, un templo.
El tiempo ha madurado y ella espera,
como un huevo recogido entorno a su germen.
De repente se rajará y reventará,
desde su interior se desplegarán dos alas
resplandecientes en el aire atónito
y un príncipe de luz se remontará
lloviendo joyas sobre los valles.
Un sabio vivió mil años
y al morir, su cabello
se sembró y brotó un bosque.
A los mil años el último árbol
aprestándose a morir
floreó de copa a raíz.
Hombres malvados vinieron y lo despojaron,
no quedó ni flor ni semilla.
Un polvo rico bajo la tierra fecunda
despertó y engendró;
el suelo tembló,
el árbol se deshizo en mil astillas volantes.
Donde cayeron se enraizaron
y una fresca savia las hinchó.
El paraíso existe pero los seres
para poblarlo están inacabados.
Hocicos toscos, botones de alas,
ojos cuajándose bajo tegumentos,
se voltean hacia las montañas y rezan
para ascender.
Los huevos de una matriz fría
sembrados en el invierno del desierto,
en los yermos del olvido
podrían por medio del arduo recogimiento
deshelarse y cobrar vida,
soltar el canto.
Norbulinka
En el parque de Su Santidad
cabezas secas de diente de león
pululan entre la hierba tosca;
escalones de piedra desiertos
llevan al agua estancada
donde chapotean algunos patos.
De la vida cruda, inocente
¿podrán volver a surgir
complejas redes humanas?
¿Podrán añicos de memoria
recomponer la crisálida
que reventará la mente perfecta?
El espacio y el alma son la misma inmensidad
que se extiende hasta los horizontes más remotos,
juega en las undulaciones,
se condensa en nodos de carisma
en rocas y matas.
Lo sagrado es una dimensión:
muros empinados, crestas,
los cuerpos de los peregrinos que miden
el suelo y el vuelo de las palomas,
en ella, son iguales.
El rojo se reserva para la gente.
El pecho carmesí de un pajarito,
una baya pequeña,
lo visten con modestia,
pero se pavonea y resplandece
en las túnicas de los monjes y los altares de los templos
y zumba en el traje
de una mujer solitaria
parada en medio de un campo
de cebada esmeralda.
Al anochecer
los rebaños se acercan en fila
– el pelo se sacude/mece, las cascos centellean –
hacia establos agachados
que también son casas.
Viejas encorvadas
cargan fajos de leña.
El humo se detiene
y se alza luego en delgadas cintas
que el cielo acoge.
Las celdas de los estudiantes donde el conocimiento
crecía como masa fermentada
han perdido puertas y ventanas
pero el patio las encierra,
los cerros en torno las cercan
y las alas oscuras del guardián
estampado en el muro del templo
las cobijan siempre.
Tú, amapola azul, eres real.
No necesitas el mito o la invención.
Me pasmas,
erecta en el paso como un faro
o testigo de un mundo a parte.
Un cielo entero sin nubes
volcó su cobalto
en tus pétalos arrugados.
Una luz azul fulgura
en tu rostro de maga altiva.
‘Olvídate de ti misma’
se dijo y de repente
sólo había la montaña.
No hace falta recordar o explicar
o dirigir la mente hacia arriba
más allá de contaminaciones,
tampoco alumbrar sus mecanismos.
Deja que se siente como el gato anaranjado
en un viejo monasterio, imperturbable
frente al altar de lo que ama.
Deja que grite por las flores,
violeta, prímula,
azalea, amapola, iris.
Sus raíces porosas
están prendidas en el asentimiento:
el ser como alabanza.
No hay que hacer nada.
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